Algunas pijaditas del coche: luces que no lucen, testigos que no funcionan correctamente y chorradillas varias me aconsejaron hace meses que hiciera una visita al taller de la marca.
Un taller de la marca es un taller que se precia y, claro, yo -¡ay mísero de mí! ¡ay infelice!- creía que era llegar y que te atendieran, que para eso la marca es la marca y han de dar un buen servicio. Pues no. El buen servicio consiste, según los sesudos varones del "marketing", en darte una cita para dos meses después del día en que la pides. Luego nos quejamos de las listas de espera de la Seguridad Social. Como lo leen. A punto estuve de decirle a la señorita cuatro cosas, pero ella tenía una voz como de arena, estuvo exquisita durante todo el tiempo llamándome por mi apellido con el Sr. delante, me pareció "oírle" sonreír un par de veces, me imaginé el mohín de disgusto cuando le expresé mi sorpresa por fiármelo tan largo, que me dió penita y concerté la visita para hoy.
Esta mañana he llegado con cierta antelación al lugar: imperial; un edificio sobre el que las siglas de la marca dominaban el paisaje de chaletitos individuales y pistas de tenis. En la puerta, la barrera echada y un guarda que, amablemente, inquiere el motivo de mi visita:
-Tengo cita concertada para las diez.
El hombre consulta su listado.
-¡Ah!, sí, Sr. Rigel, le atienden enseguida. Pase.
Levanta la barrera y me adentro en una calle interior amplísima. Un empleado de uniforme impoluto me indica dónde debo estacionar.
-Faltan unos minutos Sr... Rigel -ha dudado mientras comprobaba la matrícula de mi coche en su lista- Aguarde en la salita de recepción, por esa puerta por favor. Gracias.
De camino a la salita -muebles de acero, la televisión en un debate matutino, revista del motor y de las otras, café...- me he quedado prendido del escote insondable, profundo, prieto de la señorita de la recepción, que me ha sonreído como acostumbrada a ese tipo de homenajes.
-Buenos días, ¿puedo hacer algo por usted?
¡Madre mía!
-No, muchas gracias, ya me atienden.
Me siento, y doy una mirada distraída hacia el esc..., en derredor.
A las diez en punto, una voz a mis espaldas pregunta:
-¿El Sr. Rigel?
-Soy yo
-Tenga la bondad de acompañarme.
Llegamos al lugar en el que he de contar a una especie de ejecutivo encorbatado, a-ma-bi-lí-si-mo, cuáles son los males que aquejan a mi vehículo. Los apunta cuidadosamente y luego los va trasladando a un ordenador integrado en su mesa de trabajo.
Mientras tanto, ha ordenado que pasen mi auto y lo coloquen en la posición en que pueda ser elevado por unos émbolos brillantes, sin ni una mancha de aceite.
El recinto tiene tres elevadores más y cuatro ejecutivos cuasi clónicos del que me atiende, con otros tantos clientes. Todo está limpio y en su sitio. No se oye el clásico:
-¡¡Manoloooo!! ¿Dónde coño has puesto la catorce quince?-. Se escucha un rumor suave de trabajo bien organizado.
Mi receptor levanta el capó, enciende una linternilla de diseño y se asoma por los entresijos del motor. Lo escudriña atentamente sin decir nada. No me atrevo a preguntar. Luego eleva el coche y repite la operación en los alvéolos de las cuatro ruedas. Por último enciende unos faros empotrados en el suelo que iluminan los bajos durante unos instantes. Observa con atención y, finalmente, hace descender los émbolos.
-¿Quiere usted presupuesto Sr. Rigel?
-¡No, por Dios! -¿cómo iba a pedir presupuesto en un sitio semejante? - no es necesario.
-¿Llamo a un taxi o prefiere probar durante el tiempo que dure la reparación uno de nuestros modelos ligeros?
-Probaré el modelo -. A estas alturas, ¿qué importa la ruina?
-Se lo cargaremos en la cuenta -afirma.
-Conforme, ¿cuándo estará reparado?
-Nosotros le avisaremos. Si no le importa aguarde en recepción mientras le sacan su coche. Buenos días.
-Buenos días.
En el breve lapso de tiempo que estoy esperando el coche, la señorita de recepción tiene a bien mostrarme el resto de la obra de arte. Tiene el mentón un poquitín grande. Pero es que yo soy un perfeccionista.
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