Ya ha empezado la guerra. La menos deseada de todas las guerras. Nadie, nadie, la quería. En el mundo occidental echamos la culpa a tres personajes y casi siempre nos olvidamos de que hay un cuarto. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que va a haber gente que va a morir, gente que va a matar a otra gente. Nos pongamos como nos pongamos. ¡Qué humillación! ¡Qué despropósito! ¡Qué canallada! Nada me importa en nombre de qué se haga la salvajada de matar a otro en un cuerpo a cuerpo, con una bomba, o mirándole a los ojos. Sigo pensando en que es mejor una ordalía que mandar a otros a que se maten por mí.
Cuando en la tele se ve deambular a los soldados de occidente -o entrenarse o ir a las tiendas a cortarse el pelo- a uno le entra un escalofrío que lo deja tiritando. Y a uno se le encoje el estómago. Pero es peor ver a las masas iraquíes empuñando fusiles que -¡pobres!- sólo van a servir de pretexto al que los mate para decir que estaban armados. Mujeres que no han visto un fusil en su vida gritan frente a las cámaras no sé qué, si su rabia, su impotencia o su miedo. Y niños, niños que sonríen siempre y hacen con los dedos la señal de la victoria, que a mí me parece que es la inicial de víctimas. Niños a los que se les destrozará la vida.
¿Cómo se puede seguir confiando? ¿En qué se puede seguir confiando? ¿Hasta cuándo hay que confiar? ¿En quien?.
Me parece que me estoy hundiendo en un fondo de desesperanza, en una depresión sin fin, en un renegar de todo lo que me asemeje a los humanos que son capaces de hacer que los demás hayan de enfrentarse con la maldición. Malditos ellos.
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